martes, 8 de diciembre de 2009

Ella es Dios


Mujer. Todo lo que soy se lo debo a Ella. Todo el bien y todo el mal de mi vida. Toda la magia y el misterio. Toda la sabiduría y la locura. Aun en los mismos
comienzos, antes de que pudiese haber espacio, o tiempo siquiera, cuando cada punto de lo que nosotros éramos tocaba a todo punto del resto, Ella estaba allí. Ella misma era el punto único de lo que todo lo demás ha surgido. Y Ella era el porvenir, también. ¿Por qué creéis que salimos, sino para seguirla?

En el mismo, mismísimo principio, antes de que hubiese un principio, cuando todo era un solo punto, la Mujer era todo el significado incomprensible que necesitábamos. Nos contenía a todos juntos. Hacía de todos nosotros uno. Absolutamente promiscua, porque todos estábamos con Ella; pero absolutamente casta, porque Ella estaba tan sola como cada uno de nosotros: un punto total y único. ¿Qué mayor felicidad podía haber?

Esta fue la pregunta que nos condenó. Que pudiéramos concebirla siquiera confiesa una terrible imperfección en una totalidad de otro modo perfecta. Pero, por supuesto, fue nuestra perfección la que inspiró la pregunta en primer lugar. ¿Hasta qué punto podríamos ser felices, si hubiésemos de ser una parte de Ella pero aparte de Ella? ¿Cuánta más felicidad habría, si pudiésemos verla y ser vistos por Ella?

Y con este interrogante llegó la necesidad de espacio para ver y de tiempo en el que ser visto, el espacio que un abrazo exige, el tiempo que un beso requiere, un espacio y un tiempo lo bastante vastos para abrazar el misterio que Ella es y, al mismo tiempo, igualmente amplios para dar cabida a todos los que queríamos verla y poseerla.

Había más de nosotros de lo que nadie podría haber imaginado. Hasta que nos separamos, cada uno de nosotros había pensado que era el único. Nuestro clamoreo la alejó de nosotros... y naturalmente la seguimos, al espacio y al tiempo, deseando estar con Ella como siempre habíamos estado. Pero de un modo nuevo. Y así, espacio y tiempo se hicieron realidad. Sólo que ninguno de nosotros, a excepción de Ella quizás, podía haber sabido qué oscuros y fríos habrían de ser aquéllos.

Y ninguno de nosotros —y con seguridad ni tan sólo Ella— podía haber anticipado todo el infortunio que seguiría... y toda la dicha que aquel infortunio exigiría para cerrar el círculo otra vez. Y nadie sospechó la magia y la sabiduría que tendríamos que aprender y poseer para afrontar el misterio y la demencia de perderla. Ni tampoco caímos en la cuenta de las vastas distancias, los años-luz crecientes de espacio y los lapsos de tiempo eónicos que harían falta para empezar siquiera a acercarnos a la generosa y verdadera totalidad gozada cuando todos éramos un solo punto.

Bien poco previo ninguno de nosotros nuestro estrafalario destino. Qué extraño que aquí fuera, en el espacio y el tiempo, cada uno de nosotros esté tan separado del resto. Qué extraño que Ella esté en todas partes y, sin embargo, en ninguna. Pero cuan más extraño es todavía que Ella se haya convertido en mujer... y de la mengua de la mujer, del exilio del cuerpo de los ovarios para acabar en testículos, de la atrofia de sus pechos nutrientes para generar tetillas inútiles, de la mutilación de la plenitud y simetría de sus cromosomas para dar lugar a una mutación genética, haya provenido la distorsión que es el hombre.

¿Es, pues, milagroso que nosotros los hombres suframos y que en nuestro sufrimiento rabiemos? Nosotros somos los puntos inmortales que se escindieron del punto único para seguirla hasta aquí. Somos los eternos errantes. Y ¿dónde está Ella ahora? Está en todas partes y en ninguna. Ella es el abrazo del gran vacío que es el universo. Ella es el largo, lato beso del tiempo. Ella fue siempre... y siempre fue todo aquello que quisimos que fuese. Ahora la servimos o la denostamos porque nunca podemos escapar de Ella ni jamás podemos encontrarla realmente.

Ella es innombrable y Ella es el hálito mismo de todos los nombres... pues Ella es la verdad que finalmente nos abraza a todos. Ella es Dios.



Autor/Libro: A.A. Attanasio - El dragón y el unicornio

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